Tensión creativa en Salta
Martín Risso Patrón
Los años 60 han sido significativos para la juventud de los países del mundo.En esa década se produce una ruptura de los moldes culturales vigentes, y la irrupción de nuevos esquemas de pensamiento, que arraigan en una juventud golpeada por la posguerra, por un lado, y el afianzamiento de las posiciones de izquierda, lógicamente destinadas a los estudiantes, por el otro.En Hungría y Checoslovaquia hay levantamientos contra al estalinismo vigente.En París, hace eclosión el huevo de la revolución joven, con los estudiantes en la calle, fuertemente influenciados por Sartre, el existencialismo ateo y la IVª Internacional trotskista.En América las casi eternas dictaduras populistas y corruptas enfrentan el abismo de su propia decadencia; y caen, una a una: Chile, Brasil, Cuba.En la Argentina, desde el ’55 no hay paz política. Perón está lejos. Los trotskistas de la minoría de la IVª de París, de Nahuel Moreno, se alinean con un Che que ha muerto traicionado por los propios comunistas bolivianos...El fenómeno hippie es la expresión capitalista de la contestación joven. The Beatles irrumpen en Liverpool para irradiar al mundo una nueva forma de comunicación entre el intérprete y su público.La Guerra Fría, paradojalmente está en su máxima temperatura, con los misiles de Cuba, el asesinato de Kennedy, la exportación revolucionaria cubana, la tecnología digital y el telón de acero que divide a una Europa gris, de la otra de la que no se puede afirmar ciertamente si brilla o refleja las luces del capitalismo...La mujer de Mao inventa la revolución cultural, con miles de muertos y el motor ideológico en marcha atrás.En Salta, por fin, está en plena sazón el fruto de la poesía de los ’40. La Carpa protagoniza la escena, con sus poetas, periodistas y compositores...La plástica joven se nuclea alrededor de CEBAS (Centro de Estudiantes de Bellas Artes de Salta). Yutronich, Maheashi, Pancho Ruiz...La poética de algunos muchachos irrumpe casi con soberbia mediante un manifiesto del Grupo Presencia, para faltarle el respeto a los viejos, pero amándolos siempre. Alarcón, Toro Díaz Bavio, Solís Pizarro y sus camaradas, dialogan en eternas noches con tantos otros, entre los que se incluyen algunos que son las bisagras entre los del ’40 y ellos mismos: Perecito, Adet...Sirolli crea la Escuela de Antropología de la provincia de Salta.El Festival Latinoamericano del Folklore se convierte en la referencia cultural de la ciudad.La Universidad Católica, en manos de los Jesuitas, protegida por el capital autóctono, resistida hasta con estudiantes en la calle, funda su claustro. La Universidad de Tucumán cede sus institutos locales a la de Salta.Morirán Sirolli y Dávalos un poco después.Culmina la década con el sistemático desvalijamiento del Museo Histórico del Norte (Museo del Cabildo) por parte de Mosquera y sus secuaces.Hay una tensión intelectual y creativa que no cesa. Conviven CEBAS, la Carpa y Presencia. El peronismo renace con fuerza pero la sombra del 76’ planea ya ominosa y se arrebata a Ragone, Risso Patrón en Metán... Pero eso no mata a la imaginación, y será otra historia...
miércoles, 26 de noviembre de 2008
Antolín
Martín Risso Patrón
ANTOLÍN ES EL MUÑECO DE LAS LOCA
(Denuncia o reconocimiento público, en la pared de una Escuela)
Cuando leí eso en la pared del salón de la Escuela, me puse vigilante y temeroso. Alguien andaba tras los pasos de Antolín, sobre todo de noche. Las maestras no sabían nada, ni siquiera la piernuda que tenía un hijo y enseñaba en sexto, donde iba Antolín. La directora ordenó pintar las paredes, y el presidente de la Cooperadora pagó a los pintores y se hizo un acta, después de la pelea por el color que quedó en amarillo nomás, con un zócalo marrón al aceite. Después se arreglaron los bancos y las mesitas de las maestras. No se sabe todavía si la directora había leído la denuncia pública, aunque parece que no, porque cuando vino la supervisora en el acta que hizo dicen que no escribió sobre el asunto y es más, trajo un profesor para enseñar a las maestras en el salón. Pero nadie se había dado cuenta que la denuncia estaba más chiquita en la pared recién pintada del salón de gimnasia, y que el profesor, mientras las maestras discutían en grupos no sé qué tema, la leyó y la copió en un papelito sin decir nada a nadie. Cuando terminó el curso alguien dijo Antolín tirá la pelota, porque los chicos habían vuelto al patio. Entonces el profesor miró y se dio con un muchacho casi bigotudo que decía ahí va con una voz de papel de lija o serrucho o carraspera, y tenía un guardapolvos que le llegaba al bolsillo del pantalón, como una camisa grande. Pero se reía como una criatura aunque calzaba casi del cuarenta, según cálculos del profe.
-...tiene quince y va a sexto. Más nos ayuda con la cocina, la leña y los mandados, que estudiando. No es que sea tonto, es un vivo de primera, pero juega con los más chicos y los cuida. El otro día se sopapeó con uno del ferrocarril porque le habían contado que aquel le había querido pegar al Hilarión, que es enfermito el pobre y también va a sexto aunque parece de tercero, el pobre. El asunto es que fue a parar a la policía por lesiones de la tunda que le dio al changarín ese. Por ser menor lo soltaron y nos dijeron que en la escuela nos debíamos responsabilizar más de él. ¿Dónde duerme? En el albergue, con la maestra de sexto y su hijo.
Cuando vino la compañía del gas aparecieron unos almacenes grandes, y también el cine y el Grand-Bar-Copas & Espectáculo. Dicen que trajeron locas de la ciudad del otro lado de la frontera. Un día apareció allí vestido de punta en blanco, Antolín. No se sabe a ciencia cierta si lo habían afeitado, pero la cara le había cambiado, talvez por el peinado a la gomina. Unas botas vaqueras con tachuelas de bronce y taco carretel lo hacían caminar un poco más chueco que de costumbre. Echaba fuera un perfume de aerosol debajo de la camisa recién desdoblada del paquete. Los pantalones oscuros hacían un par de pliegues en la cintura, sostenidos por un cinturón con detalles de víbora. Tenía un chupetín en la boca y un paquete de cigarros en el bolsillo de la camisa. Fue para la kermés que se hizo en el patio de la escuela, organizada por la cooperadora y la señorita B., la que vivía en al albergue con su hijo (y con Antolín). Definitivamente el Antolín parecía más un grande que pasaba por chico, que un chico que se hacía el grande.
* * *
Cuando B. no pudo ocultarlo más, la Directora hizo un acta y la elevó a la Supervisión; de allí la llamaron a la maestra, que viajó con su hijo, y no se la volvió a ver por la Escuela ni por el pueblo. Dicen que dejó el magisterio y hoy es dueña o dependienta de una tienda al otro lado, donde se juntó con un boliviano que les dio el apellido a los dos chicos, que por hoy deben tener uno veinte y el otro diez años. A todo esto, la compañía del gas había avanzado ya más de cien kilómetros en la selva, y sus bases estaban puestas en otro pueblo de la frontera. Hoy está cerrado el local del Grand-Bar-Copas & Espectáculo, siendo el cartel éste un latón que se destiñe al sol de la siesta en la calle de la orilla. Por lo demás, el pueblo sigue igual; la escuela, la iglesia y la comisaría, con el correo y la intendencia. En P., que es el nuevo pueblo de la compañía del gas, hay un local cuyo cartel dice: Shok Tropical-Bailable-Travestis Auténticos, en medio de luces de neón azul, rojo y amarillo, y hay locas negras y blancas, chicas y grandes, la mitad de las cuales no se sabe muy bien si son hombres o mujeres. Reina en el salón un hombre que hace las delicias de la concurrencia bailando con las chicas y haciendo sonar los tacos de sus botas vaqueras. Le dicen Antonio todos, pero los íntimos Muñeco. Cuentan que la Policía lo respeta cuando algún despechado parroquiano lo denuncia por lesiones, después de cada pelea que siempre gana, generalmente defendiendo los pudores de las chicas.
Al otro lado de la frontera, B. sueña todavía con el albergue de la escuela, y las kermés... pero sobre todo, se estremece cuando Pancho, el de diez, apunta a caminar algo chueco y la mira desde su flequillo con un par de brasas relucientes, y la besa.
El Profe se llevó en un papelito, escrito el secreto de estas cosas.
Nadie supo, ni se cree que será alguna vez sabido, quién escribió un día Antolín es el muñeco de las Loca en la pared del salón de la Escuela. Puede haber sido alguien que disfrazó su letra y su ortografía, en un ataque de celos, o talvez un competidor menos distinguido en el local Grand-Bar-Copas & Espectáculo, o un changarín con resentimiento y sin esperanzas...
Se le corrió el maquillaje, gracias a Dios, esta mañana
Martín Risso Patrón, miércoles 22 de octubre de 2.008
Camino bajo la llovizna por la Necochea y llego a la Balcarce, hacia el oeste, y soy feliz esta mañana, caminando por la vereda de lajas que llegan al borde de los adoquines. Se me cruza la vieja Carterita empañada con paños negros y su carterón pesado y negro también, con sus piedras que de preciosas no tienen nada, al menos para los muchachos que, como yo, le gritamos “¡...vieja Carterita, tirame una piedritaaa...!”; se le tuercen los tacos a la vieja y el loteriero manco sostiene con su brazo inútil toda la suerte del mundo, y en la mano en que lleva el extracto, alcanzo a ver Nacional del 21 de octubre de 1956. Está, en el portal con arcos de industria, sentada esa criolla o boliviana que vende mote y pan caliente. El matungo de un cochero manqueó con la herradura de su mano izquierda floja al girar de Necochea a Balcarce hacia el centro, y alcanzo a ver una mujer que con un niño de diez años, tengo la certeza que tiene diez años, lleva abierto un paraguas porque la capota del mateo, deja un resquicio para que entre la lluvia por el costado. Van bien vestidos; el cochero, envuelto con una capa negra brillante y encerada, bizquea por las gotas que le caen del sombrero chambergoso al que se le ha ondulado el ala como un pájaro mojado. Parece que acaba de llegar el coche motor de Jujuy, porque aparecen por ahí, viniendo de la Estación por la Balcarce, mujeres y hombres con chicos y bultos; un viejito trae una bolsa de naranjas, y esto ha puesto un color chillón, color Calilegua en el paisaje; ¡las naranjas tienen un sello que dice Calilegua!; su mujer, no caben dudas que es su mujer, se acomoda a la espalda un atado de gordas, suculentas cañas de azúcar moradas y estoy seguro que comerán en lo de la comadre el postre bien masticado de esa carne blanca y fibrosa y dulce como la carne de una Valquiria que descansa de sus héroes. Los tejados hacen agua, porque se alcanza a ver una olla de aluminio abollada y brillante, sobre el piso de baldosas de ladrillo. Alguna gallina ronca o cacarea, qué se yo, en su percha fija, y un gato canelo con vestigios de cierto linaje duerme bajo el piletón de lavar la ropa, en la frontera de la lluvia, y sin que una gota lo alcance. Hay un peluquero leyendo el diario sentado en su propio sillón de servicio enlozado de blanco y con cueros algo gastados; la peluquería se llama “El A tro”, y esto lo veo con mis propios ojos en un cartel de lata, blanco y con letras negras y rojas, así nomás, con la s al revés, medio caída. Está impecablemente peinado, el peluquero, con gomina y con jopo; le caen las patillas prolijas por la cara, y respira por encima de un bigotito muy fino y recortado. Está vestido con su chaqueta blanca de peluquero y ya encendió la bocha de esterilizar, de esas que tienen un águila y parecen un mundo niquelado que exhala vapores de perfume de Glostora. Me estoy yendo con mi madre al centro en un mateo bajo la llovizna que cae densa, fresca y feliz al paso del matungo que echa descriptibles olores de cueros y pasto y coscojea el metal que le cruza impiadosamente la boca. Tengo diez, y al llegar a la Balcarce para encarar al centro veo un tipo sesentón que se parece a mi padre, mirando la esquina o el infinito bajo un paraguas y manipula un aparatito negro que echa una luz, con la mano libre, como si mandara un mensaje (se me figura) apretando botoncitos; alcanzo a verlo, sí, y me gustaría ser como él cuando tenga sesenta. Le moví mi mano izquierda, y sospecho que también es zurdo como yo. Pasó el mateo con su jumento con olor a pasto y cuero y el niño que iba con su madre me miró como un bicho raro, y me saludó con su mano, y lejanamente pensé en mi padre; compulsivamente miro la portada del diario que la diariera me ofrece bajo la marquesina húmeda de una cervecería de paredes rojas, puertas de industria, y con la marca Quilmes, antigua, sobre las puertas, y me conmuevo: 22 de octubre de 2008.
La ciudad envejeció de pronto, y es la misma que conocí de niño. Encontró su vejez del pasado; ¡esa es la idea! Y por efecto de la lluvia o por el intenso latir de mis sienes, se le corrió el maquillaje, gracias a Dios, esta mañana.
Camino bajo la llovizna por la Necochea y llego a la Balcarce, hacia el oeste, y soy feliz esta mañana, caminando por la vereda de lajas que llegan al borde de los adoquines. Se me cruza la vieja Carterita empañada con paños negros y su carterón pesado y negro también, con sus piedras que de preciosas no tienen nada, al menos para los muchachos que, como yo, le gritamos “¡...vieja Carterita, tirame una piedritaaa...!”; se le tuercen los tacos a la vieja y el loteriero manco sostiene con su brazo inútil toda la suerte del mundo, y en la mano en que lleva el extracto, alcanzo a ver Nacional del 21 de octubre de 1956. Está, en el portal con arcos de industria, sentada esa criolla o boliviana que vende mote y pan caliente. El matungo de un cochero manqueó con la herradura de su mano izquierda floja al girar de Necochea a Balcarce hacia el centro, y alcanzo a ver una mujer que con un niño de diez años, tengo la certeza que tiene diez años, lleva abierto un paraguas porque la capota del mateo, deja un resquicio para que entre la lluvia por el costado. Van bien vestidos; el cochero, envuelto con una capa negra brillante y encerada, bizquea por las gotas que le caen del sombrero chambergoso al que se le ha ondulado el ala como un pájaro mojado. Parece que acaba de llegar el coche motor de Jujuy, porque aparecen por ahí, viniendo de la Estación por la Balcarce, mujeres y hombres con chicos y bultos; un viejito trae una bolsa de naranjas, y esto ha puesto un color chillón, color Calilegua en el paisaje; ¡las naranjas tienen un sello que dice Calilegua!; su mujer, no caben dudas que es su mujer, se acomoda a la espalda un atado de gordas, suculentas cañas de azúcar moradas y estoy seguro que comerán en lo de la comadre el postre bien masticado de esa carne blanca y fibrosa y dulce como la carne de una Valquiria que descansa de sus héroes. Los tejados hacen agua, porque se alcanza a ver una olla de aluminio abollada y brillante, sobre el piso de baldosas de ladrillo. Alguna gallina ronca o cacarea, qué se yo, en su percha fija, y un gato canelo con vestigios de cierto linaje duerme bajo el piletón de lavar la ropa, en la frontera de la lluvia, y sin que una gota lo alcance. Hay un peluquero leyendo el diario sentado en su propio sillón de servicio enlozado de blanco y con cueros algo gastados; la peluquería se llama “El A tro”, y esto lo veo con mis propios ojos en un cartel de lata, blanco y con letras negras y rojas, así nomás, con la s al revés, medio caída. Está impecablemente peinado, el peluquero, con gomina y con jopo; le caen las patillas prolijas por la cara, y respira por encima de un bigotito muy fino y recortado. Está vestido con su chaqueta blanca de peluquero y ya encendió la bocha de esterilizar, de esas que tienen un águila y parecen un mundo niquelado que exhala vapores de perfume de Glostora. Me estoy yendo con mi madre al centro en un mateo bajo la llovizna que cae densa, fresca y feliz al paso del matungo que echa descriptibles olores de cueros y pasto y coscojea el metal que le cruza impiadosamente la boca. Tengo diez, y al llegar a la Balcarce para encarar al centro veo un tipo sesentón que se parece a mi padre, mirando la esquina o el infinito bajo un paraguas y manipula un aparatito negro que echa una luz, con la mano libre, como si mandara un mensaje (se me figura) apretando botoncitos; alcanzo a verlo, sí, y me gustaría ser como él cuando tenga sesenta. Le moví mi mano izquierda, y sospecho que también es zurdo como yo. Pasó el mateo con su jumento con olor a pasto y cuero y el niño que iba con su madre me miró como un bicho raro, y me saludó con su mano, y lejanamente pensé en mi padre; compulsivamente miro la portada del diario que la diariera me ofrece bajo la marquesina húmeda de una cervecería de paredes rojas, puertas de industria, y con la marca Quilmes, antigua, sobre las puertas, y me conmuevo: 22 de octubre de 2008.
La ciudad envejeció de pronto, y es la misma que conocí de niño. Encontró su vejez del pasado; ¡esa es la idea! Y por efecto de la lluvia o por el intenso latir de mis sienes, se le corrió el maquillaje, gracias a Dios, esta mañana.
Hay un perfume maravilloso que se puede oler al mediodía
Martín Risso Patrón, 27 de agosto de 2.008
Dicen en el barrio 20 de Febrero que hay un perfume maravilloso que se puede oler al mediodía o a la nochecita de algunos días especiales (que son escasos, muy escasos si se trata de evadir un recuerdo que atormenta), en las calideces de agosto de Salta, cuando uno anda por las callecitas soleadas, o en el patio de las casas. Es el perfume de las flores de los paltos anisados domésticos.
Está comprobado que de nada sirve cortar una ramita y ponerla en el comedor, a pesar que algunas abuelas afirmen lo contrario. Sólo los paltos lanzan su perfume, siempre y cuando, atacado de alguna nostalgia secreta, el caminante del pasaje Gobelli, abrumado por quién sabe qué recuerdo, tenga éste la forma de hombre o de mujer, o amor perdido, se detiene en la vereda estrecha, al sol, o a la sombra de la pared de una esquina a pensar en su destino, acosado por ese recuerdo. Si se trata del patio, hay quien ha visto, siempre a la misma hora, a muchas mujeres de la primera cuadra del pasaje, pasearse con los ojos cerrados y los brazos en cruz sobre el pecho, haciendo pensar en el claustro embalsamado de las monjas. Algunos definen esto por lo contrario, diciendo: “haciendo pensar en el bálsamo enclaustrado de las monjas”; ambas afirmaciones están registradas y son objeto de estudio de lógicos o lingüistas y teólogos, para deslindar cualquier indicio de procacidad en alguna de las versiones, que, si existiera, obligaría a rechazarla en el acto.
También es condición para que todo suceda: si es al mediodía, que los pájaros canten; y si es a la noche, que chirríen los grillos no importando la cantidad de segundos de las pausas entre cric y cric que, como señalan algunos, indicaría lo cálido, lo templado o lo frío de la noche inmediata, permitiendo también medir la profundidad del recuerdo, amor, o melancolía de que se trate. El hecho es que, hasta ahora, nadie pudo escapar al acoso de los paltos del barrio. Se conoce que alguna persona que pasa no es del pasaje, cuando, en la veredita sur que a esa hora tiene pleno sol en el mediodía, o está pálida y hermosa a la noche sombreada por algún tarco-lapacho (que también tienen sus flores, que han motivado otras reflexiones que se analizarán en otro momento) no tiene un estremecimiento, posible signo a su vez, para la interpretación de los vecinos, de que no es víctima del peso de algún recuerdo de amor. Entonces quedará en el misterio para toda la eternidad si ese alguien es o no es realmente un muerto de amor o un paciente de melancolía, lo que ha llegado a desesperar a las atentas observadoras de las persianas entornadas, que son muchas.
Acerca de las flores de los paltos del barrio, se puede afirmar que son algo feas, condicionada esta calificación por su tamaño demasiado pequeño; su número bastante grande; su tupidez grávida y su facilidad para caer a la menor brisa, poniendo un paño de color, entre lechoso y morado ácuo, sobre el suelo. Además, se ha podido percibir que los pájaros no cantan en ese momento. Cuando esto sucede, cualquiera puede pasar por el pasaje Gobelli, en el barrio 20 de Febrero, sin tener oportunidad alguna de curar su nostalgia o melancolía, quedando para siempre preso de un recuerdo de amor. Si los paltos lanzan su lluvia de flores en el patio donde estén, y éstas alcanzan a alguien que está recogiendo la ropa del cordel o dando de comer al gato, se ha comprobado que este desdichado o desdichada no tendrá otra oportunidad de conocer la forma de transformar su recuerdo en alegría.
De hecho, hay viejas en el barrio a las que jamás se las pudo sacar del marasmo del recuerdo, con lo que se dedican a esperar la muerte mirando por las ventanas a los que pasan, y si ven que se detienen con una mano en el pecho y las narices abiertas desmesuradamente, con los ojos cerrados, lo acusarán de promiscuo, sea hombre o mujer, del barrio, o de otro lado o latitud.
Dicen en el barrio 20 de Febrero que hay un perfume maravilloso que se puede oler al mediodía o a la nochecita de algunos días especiales (que son escasos, muy escasos si se trata de evadir un recuerdo que atormenta), en las calideces de agosto de Salta, cuando uno anda por las callecitas soleadas, o en el patio de las casas. Es el perfume de las flores de los paltos anisados domésticos.
Está comprobado que de nada sirve cortar una ramita y ponerla en el comedor, a pesar que algunas abuelas afirmen lo contrario. Sólo los paltos lanzan su perfume, siempre y cuando, atacado de alguna nostalgia secreta, el caminante del pasaje Gobelli, abrumado por quién sabe qué recuerdo, tenga éste la forma de hombre o de mujer, o amor perdido, se detiene en la vereda estrecha, al sol, o a la sombra de la pared de una esquina a pensar en su destino, acosado por ese recuerdo. Si se trata del patio, hay quien ha visto, siempre a la misma hora, a muchas mujeres de la primera cuadra del pasaje, pasearse con los ojos cerrados y los brazos en cruz sobre el pecho, haciendo pensar en el claustro embalsamado de las monjas. Algunos definen esto por lo contrario, diciendo: “haciendo pensar en el bálsamo enclaustrado de las monjas”; ambas afirmaciones están registradas y son objeto de estudio de lógicos o lingüistas y teólogos, para deslindar cualquier indicio de procacidad en alguna de las versiones, que, si existiera, obligaría a rechazarla en el acto.
También es condición para que todo suceda: si es al mediodía, que los pájaros canten; y si es a la noche, que chirríen los grillos no importando la cantidad de segundos de las pausas entre cric y cric que, como señalan algunos, indicaría lo cálido, lo templado o lo frío de la noche inmediata, permitiendo también medir la profundidad del recuerdo, amor, o melancolía de que se trate. El hecho es que, hasta ahora, nadie pudo escapar al acoso de los paltos del barrio. Se conoce que alguna persona que pasa no es del pasaje, cuando, en la veredita sur que a esa hora tiene pleno sol en el mediodía, o está pálida y hermosa a la noche sombreada por algún tarco-lapacho (que también tienen sus flores, que han motivado otras reflexiones que se analizarán en otro momento) no tiene un estremecimiento, posible signo a su vez, para la interpretación de los vecinos, de que no es víctima del peso de algún recuerdo de amor. Entonces quedará en el misterio para toda la eternidad si ese alguien es o no es realmente un muerto de amor o un paciente de melancolía, lo que ha llegado a desesperar a las atentas observadoras de las persianas entornadas, que son muchas.
Acerca de las flores de los paltos del barrio, se puede afirmar que son algo feas, condicionada esta calificación por su tamaño demasiado pequeño; su número bastante grande; su tupidez grávida y su facilidad para caer a la menor brisa, poniendo un paño de color, entre lechoso y morado ácuo, sobre el suelo. Además, se ha podido percibir que los pájaros no cantan en ese momento. Cuando esto sucede, cualquiera puede pasar por el pasaje Gobelli, en el barrio 20 de Febrero, sin tener oportunidad alguna de curar su nostalgia o melancolía, quedando para siempre preso de un recuerdo de amor. Si los paltos lanzan su lluvia de flores en el patio donde estén, y éstas alcanzan a alguien que está recogiendo la ropa del cordel o dando de comer al gato, se ha comprobado que este desdichado o desdichada no tendrá otra oportunidad de conocer la forma de transformar su recuerdo en alegría.
De hecho, hay viejas en el barrio a las que jamás se las pudo sacar del marasmo del recuerdo, con lo que se dedican a esperar la muerte mirando por las ventanas a los que pasan, y si ven que se detienen con una mano en el pecho y las narices abiertas desmesuradamente, con los ojos cerrados, lo acusarán de promiscuo, sea hombre o mujer, del barrio, o de otro lado o latitud.
Cuando vengas, no te olvides de cruzar la calle
Martín Risso Patrón, 27 de agosto de 2.008
Cuando llegué al barrio, no existías. La conquista de mi madre, la casa, estaba recién pintada y aún tenía un delicioso cerco de alambre con rosas enredadas, y habían sacado, según dicen, la parra del costado que daba uvas doradas verdosas, uvas de barrio. En ese tiempo la casa no tenía límite al fondo, y se veía la calle de atrás, y los perros y los chicos pasaban jugando por el patio. No conociste el olor de la pintura fresca cuando me levantaba o me acostaba temprano en el alba y escuchaba a los gallos, mientras preparábamos café con mi madre. No recuerdo bien si era que yo llegaba o ella salía para su archivo ministerial, donde pasaba sus mañanas con su guardapolvo celeste y las botitas de goma en una bolsa de plástico por si llovía. Ahí mismo donde escribía poesías o cartas a sus hijos, lo mismo que interminables listados de expedientes; donde se jubiló un día de gloria desesperante como jefa de un ejército de papel, tinta y fotocopias, cuyo segundo jefe era El Sello, acantonado en el subsuelo oficial del ministerio. Empezaste por ser un ángel que no andaba y aprendías a volar por los jardines del Pasaje de barro y piedra con tu plumón de pichón al que, según estudios angelicales todavía no se puede clasificar ni por especie, estado o categoría, diciendo los curas que talvez Tomás había dado la última palabra diciendo que era plumón de ángel, previo al plumaje de ángel adolescente, pero ahí se quedó sin argumento porque no le había sido posible determinar si los ángeles tienen edad, o qué edad adjudicarles, siendo siempre jóvenes, los ángeles. Entonces te veía entre los árboles y a veces en el tejado, o simplemente volando hasta que entrabas por la ventana en tu casa quedando una plumita flotando horas hasta que el gato la cazaba. Pero me fui. Fueron tantas las cosas que encontré en el mundo, que al regresar un día al Pasaje, entré por la Maipú arrastrando un carrito lleno de retratos, actas, fotos, atados de ropa con olor de otros países, pomadas indescriptibles, planos de inventos para capturar ángeles y otras cosas (recuerda esto: planos de artefactos para capturar ángeles), respuestas para preguntas nunca pronunciadas, asientos con formas de sentarse eternamente impresas que nunca, nunca más fueron utilizados, zapatos de ir al primer encuentro, primeras palabras de hijos, viudeces y divorcios, y todas esas cosas universales que no sé bien si son amables o detestables, que caben siempre en algún lugar y no queda claro si te ocupan o no los agujeros que fuiste juntando, pero lo que sí es cierto mitigan las heridas a costa de profundizarlas (ese es su costo). Los ojos ocultos del barrio te fueron siguiendo, siempre vigilantes, y a los 25 te santiguaban de puta porque estabas re-linda sobre todo cuando volabas y se podían ver tus piernas y los ojitos pintados volver del madrugón cansador, encima con tres hijos ya, de pollerita, volando siempre. Nunca quisiste sentir los lamidos perversos de las lenguas del barrio, esas que están eternamente detrás de las persianas, gracias a Dios. Pero a todo esto me había ido de nuevo con mi carrito. Ahora que volví ya con sesenta y pico bien jugados, te encuentro con tus 38 ídem y más linda que nunca y sin quererlo o no, nos encontramos profundamente diciéndonos lo mucho que nos conocíamos, admirados de que nunca, nunca habíamos cruzado una palabra ¡y que tanto nos conocíamos! Y en esta fugaz trampa de sábanas, jabones y enlagrimadas almohadas que ya se termina porque es así el juego eterno ese del encuentro furtivo, del rimmel y el rouge y la luz de los mensajes a deshora y vos desnuda y tibia tomando una cerveza y yo, paternal hijo de no sé qué conjuro; ahora que has de salir, lo intuyo, por esa puerta volando a posarte de nuevo en las noches ruidosas con tu amiga, que dicho sea de paso no me interesa, te repito lo que te dije cuando me la ofreciste seriamente en el punto final que estábamos dando, no me interesa conocer; o a conversar, comer y todo lo demás con tu nuevo marido, te pido si por ahí se te ocurre en alguna madrugada de soledad o tristeza (esa tristeza tuya que también conozco): Cuando vengas, no te olvides de cruzar la calle. Tus volidos de ángel son nuestro secreto, y ya no existe el gato que jugaba con tu plumón en el aire del jardín de tu casa.
Cuando llegué al barrio, no existías. La conquista de mi madre, la casa, estaba recién pintada y aún tenía un delicioso cerco de alambre con rosas enredadas, y habían sacado, según dicen, la parra del costado que daba uvas doradas verdosas, uvas de barrio. En ese tiempo la casa no tenía límite al fondo, y se veía la calle de atrás, y los perros y los chicos pasaban jugando por el patio. No conociste el olor de la pintura fresca cuando me levantaba o me acostaba temprano en el alba y escuchaba a los gallos, mientras preparábamos café con mi madre. No recuerdo bien si era que yo llegaba o ella salía para su archivo ministerial, donde pasaba sus mañanas con su guardapolvo celeste y las botitas de goma en una bolsa de plástico por si llovía. Ahí mismo donde escribía poesías o cartas a sus hijos, lo mismo que interminables listados de expedientes; donde se jubiló un día de gloria desesperante como jefa de un ejército de papel, tinta y fotocopias, cuyo segundo jefe era El Sello, acantonado en el subsuelo oficial del ministerio. Empezaste por ser un ángel que no andaba y aprendías a volar por los jardines del Pasaje de barro y piedra con tu plumón de pichón al que, según estudios angelicales todavía no se puede clasificar ni por especie, estado o categoría, diciendo los curas que talvez Tomás había dado la última palabra diciendo que era plumón de ángel, previo al plumaje de ángel adolescente, pero ahí se quedó sin argumento porque no le había sido posible determinar si los ángeles tienen edad, o qué edad adjudicarles, siendo siempre jóvenes, los ángeles. Entonces te veía entre los árboles y a veces en el tejado, o simplemente volando hasta que entrabas por la ventana en tu casa quedando una plumita flotando horas hasta que el gato la cazaba. Pero me fui. Fueron tantas las cosas que encontré en el mundo, que al regresar un día al Pasaje, entré por la Maipú arrastrando un carrito lleno de retratos, actas, fotos, atados de ropa con olor de otros países, pomadas indescriptibles, planos de inventos para capturar ángeles y otras cosas (recuerda esto: planos de artefactos para capturar ángeles), respuestas para preguntas nunca pronunciadas, asientos con formas de sentarse eternamente impresas que nunca, nunca más fueron utilizados, zapatos de ir al primer encuentro, primeras palabras de hijos, viudeces y divorcios, y todas esas cosas universales que no sé bien si son amables o detestables, que caben siempre en algún lugar y no queda claro si te ocupan o no los agujeros que fuiste juntando, pero lo que sí es cierto mitigan las heridas a costa de profundizarlas (ese es su costo). Los ojos ocultos del barrio te fueron siguiendo, siempre vigilantes, y a los 25 te santiguaban de puta porque estabas re-linda sobre todo cuando volabas y se podían ver tus piernas y los ojitos pintados volver del madrugón cansador, encima con tres hijos ya, de pollerita, volando siempre. Nunca quisiste sentir los lamidos perversos de las lenguas del barrio, esas que están eternamente detrás de las persianas, gracias a Dios. Pero a todo esto me había ido de nuevo con mi carrito. Ahora que volví ya con sesenta y pico bien jugados, te encuentro con tus 38 ídem y más linda que nunca y sin quererlo o no, nos encontramos profundamente diciéndonos lo mucho que nos conocíamos, admirados de que nunca, nunca habíamos cruzado una palabra ¡y que tanto nos conocíamos! Y en esta fugaz trampa de sábanas, jabones y enlagrimadas almohadas que ya se termina porque es así el juego eterno ese del encuentro furtivo, del rimmel y el rouge y la luz de los mensajes a deshora y vos desnuda y tibia tomando una cerveza y yo, paternal hijo de no sé qué conjuro; ahora que has de salir, lo intuyo, por esa puerta volando a posarte de nuevo en las noches ruidosas con tu amiga, que dicho sea de paso no me interesa, te repito lo que te dije cuando me la ofreciste seriamente en el punto final que estábamos dando, no me interesa conocer; o a conversar, comer y todo lo demás con tu nuevo marido, te pido si por ahí se te ocurre en alguna madrugada de soledad o tristeza (esa tristeza tuya que también conozco): Cuando vengas, no te olvides de cruzar la calle. Tus volidos de ángel son nuestro secreto, y ya no existe el gato que jugaba con tu plumón en el aire del jardín de tu casa.
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