(Carta a mi hija)
Salta, 2 de marzo de 2006.
Querida Juanita:
Se me ha ocurrido contarte cosas, imaginando que estás en estos momentos preparando algo para tus Facundo y Franco, planchando la ropa de Jorge o imaginando niños que aprenden y desaprenden y vuelven a aprender, como les suele suceder a las psicopedagogas en su imaginario que las lleva como hadas al país de los enanos, en donde ellos hablan una lengua pocas veces inteligible, y ellas también. He presentido estos días que aquel extraño juego de espejos del que alguna vez te hablé, hoy me tiene preso, y en un descuido, cuando me tocaba la jugada, no supe qué hacer, y no sé de qué lado quedé. Miro por la ventana el viento que no mueve las pencas de la tuna en el jardín. Paso por la calle con un palito en la mano, un poco corriendo delante de mis padres. Vamos muy bien vestidos y son algo así como las cinco de una tarde que está, como te he dicho antes, ventosa.En la esquina, que ya es otra esquina, no la del pasaje y Maipú, los tres toman un taxi negro, enorme, quizás un Buick o un Chrysler 46, no lo tengo bien en claro desde la ventana donde me miro, y se van, lo sé, al centro. Estoy vestido con un pantaloncito color crema, y la camisa igual, con zapatos de mucho lustre y medias blancas dobladas en el tobillo; el pelo me brilla finamente peinado con gomina, de la que siento, al subir al coche, el perfume que la peluquería del hotel Salta tenía, lo mismo que todas las peluquerías, un perfume limpio que vaya a saber porqué siempre asocié con mi padre. Vamos del taxi al frente de Grimoldi, aunque mi papá dice que primero vayamos a La Mundial, en la esquina que la Boulevard Belgrano hace con la calle Mitre. Siento que tengo seis años y que es viernes. Si saco cuentas, ese año murió Evita, la televisión, que no estaba en Salta, hacía dos años ya había transmitido la coronación de la Reina Isabel de Inglaterra, y Edmund Hillary se preparaba para llegar, en el 53, a la cumbre del Everest. Justo este viernes del 52 en que camino con Alicia y Pepe, 58.000 niños mueren de poliomielitis en los Estados Unidos de Norteamérica. Después, no recuerdo cuando, me inyectarán la vacuna Salk, y después la Sabin Oral. No recuerdo en qué momento entramos a la Confitería El Cabildo, en la Mitre, al frente de la Plaza, donde hoy existe un par de negocios anodinos. Un chico de seis años en una tarde de viento, si hubiera mirado por una ventana abierta, hacia adentro, cuando pasaba con sus padres, habría visto a un hombre que lo miraba divertido cómo corría con su palito en la mano y tomaban un Buick o un Chrysler 46, no lo dudaré nunca, en la esquina, para ir al centro. Los modelos del año 1.946 eran grandes; negros las más veces. En el año 1.946, sucedían algunas cosas en el mundo, tal como sabemos que suceden todos los días. Había terminado la Guerra el año anterior; Perón ganaba en febrero las elecciones que lo llevaron a la Rosada en su primera presidencia; Alicia, saludable, visitaba al Dr. Salado por su gordo embarazo de ocho meses. Pepe tenía un lejano asomo de inflamaciones articulares. Ingrid Bergman y Cary Grant filmaban juntos con la dirección de Hitchcock una película de suspenso. Ya hay fotos de chicas en bikini. Fue en Bikini, un atolón minúsculo del Pacífico, donde se detonaron las primeras bombas atómicas experimentales. Quiero decirte que Hermann Hesse recibe ese año el premio Nóbel de Literatura. Nerhu gobierna la India en la primera aproximación hacia la independencia india de Inglaterra, que también se retira de Irán (y hoy quieren los ingleses volver). Se funda la V Rèpublique Francais con el general De Gaulle a la cabeza. Holanda se va de Indonesia, y Francia retoma la Indochina (te recomiendo ver la película El amante, sobre una novela de Marguerite Duras -“la historia del amante de la China del Norte y de la niña”, según sus propias palabras-. Comienza a gestarse la guerra de Viet Nam. Me veo tomando chocolate en la confitería, con churros, y me parece que había una orquesta que tocaba jazz en un tablado flanqueado de columnas. Mi papá con impecable traje claro y mi mamá con un rodete y un vestido de vuelos; la boca bien pintada.Todavía se habla de que en el 46 se había dominado a la tuberculosis, con la estreptomicina, y que el Sol emite ondas de radio. (¡Yo creía, seis años después, que por el Sol cantaba Magaldi, o se podía escuchar la orquesta de Glenn Miller!). Pero fue el Carnaval de Salta, del 46, el que marcó una época. El 2 de marzo. Creo que era Domingo, y llovía densamente desde el atardecer. El Dr. Salado envío a su partera de impecable y blanco delantal, a la calle Alvarado 131, teléfono 3154, donde se quedó sentada sin dormirse con sus elementos en un maletín negro, y creo que rezaba o leía el diario. Quizá por mimetismo con el ruido de la lluvia, Alicia rompió la bolsa después de la medianoche. Esto, mientras algún payaso desteñido por la lluvia le hacía guiños a Pepe, que se había llevado a su hija mayor Ana María (Chiquita) al Corso de la Plaza 9 de Julio.En estos momentos veo que Alicia se pone un guante de raso casi, casi, color de la piel, y mi papá paga a un mozo peinado a la gomina, vestido con un chaleco fino y delantal hasta los tobillos, que trae el vuelto en una mínima bandejita de plata o algo parecido. Miro la propina, y es: Una hermosa moneda de 20 centavos plateada, no del todo gastada, con la imagen de la Libertad de hermosa melena y de perfil en el reverso. No me doy cuenta que alguien, desde el futuro, me mira con los ojos húmedos intentando recuperar esa moneda...¡Qué se yo, hija, si estoy siguiendo un hilo lógico en esta carta! No importa; recuerda que estoy en el espejo, y no sé de qué lado... Además, te quiero decir algo: Vos, Jorge, Franco, Iris y Facundo, la Lola y Alí, me miran desde el otro lado (entiendo esto como desde el lado en el que en estos momentos no estoy). De pronto, ya es casi de noche, con un chupetín en la mano, vuelvo saltando las baldosas de la calle Alvarado mientras ellos vienen del brazo detrás de mí. Aquí me detengo, porque quiero que prestes mucha atención a lo siguiente: En el momento en que me deslumbra la luz del dormitorio y los ruidos del ambiente me chirrían, y mi piel recibe el calo-frío de la humedad ambiente, un chillido de la partera le dice a mi madre: ¡Es un gordo hermoso! Y mi papá llama al Dr. Folco (que era un gordo hermoso, francés, que muchos años después del 46 fue cónsul de la Rèpublique en Salta), etcétera. En ese momento, en ese mismo momento, con el chupetín de caramelo de leche en la mano, llego a un portón archiconocido de la calle Alvarado al cien, mientras una sombra gorda y cabezona, en algo así como un jardín con una planta de tuna enorme, pero que no es de la calle Alvarado, feliz me estrecha en sus brazos, y los bips del teléfono celular me muestran un mensaje casi esotérico: “Saluda a mi papá”, emitido desde tu celular, no pudiendo determinar hoy yo, si viene dirigido a mí, a ese niño de seis que te contaba, o a Jorge. Mi hipótesis es que lo dirigiste a un ángel, que ya me lo transmitió, porque escuché una voz suave mezclada con la de la radio que está encendida con un tango "Feliz cumpleaños!” Y me siento feliz en los sesenta que bien me quedan...
Cree siempre en los espejos, hija querida.
Tu Tata que te ama con el corazón,
Martín
miércoles, 18 de julio de 2007
LA URUGUAYITA DE MARCELO T. DE ALVEAR
Martín Risso Patrón
-Te quiero.
-Tú sabés que recién nos conocimos...
-No importa. Te quiero.
Entramos al bar olor de café, me tomo una ginebra y ella, otra. Desde Marcelo T. de Alvear hasta Santa Fe hay un corto trecho que en invierno parece largo pero hermoso, cerca de Odontología. Te quiero le estoy diciendo a una mujer casi desconocida, que aún no tiene nombre, y no sé si lo tuvo alguna vez. Una mujer a punto de ser bautizada en esta noche fría y húmeda. No me cree, le creo; no me cuenta, le cuento. Afuera, hay gente bajo la llovizna. Me voy en un barquito al centro de la mesa mientras no le miento que la quiero y de sus ojos se corre de pronto un color opaco mientras me acaricia la mano con un barquito naufragado en el océano del mantel de bar. Y nos vamos abrazados.
-Ya estás cumplido, por favor...
Me parece divertido escucharla mientras la busco entre las sábanas calientes y me arrojo una vez más al infinito vacío que me desafía desde su vientre. Sandro canta sin importarle un comino las desnudeces y las sombras.
Ese mes fue ritual. Un Ramadán de invierno sin ayuno. Nos hartamos sin saciarnos el uno del otro.
Murió, la Uruguaya, en un allanamiento del inquilinato de Avenida de Mayo a manos de la Gendarmería cuando llegaba la primavera del 73. Le había dado yo diez mil pesos para que cruce en el aliscafo, un par de años antes, a ver a su familia. Nunca entenderé porqué me dijo mi pueblo te lo agradecerá mientras se hundía en el subte con su boinita roja y triste y el tapado gris, para que no la vea nunca más, nunca más viva.
-mbrrr?
-Diga, Alférez...
-Estos son los tupamaros muertos en Avenida de Mayo, mi Comandante.
-¿La uruguayita de la farmacia?, señalando un cuerpo.
-Sí. Treinta y dos años, jefa de la célula.
-¿y?
-Mi Comandante, le encontraron el número de teléfono del Subalférez M., de Campo de Mayo. Al menos ese nombre tiene al lado del número del Casino de Oficiales del Escuadrón 1.
Nunca me dijeron nada. Ni me entregaron la cartita que Ella me había escrito. Una cartita de amor remanida de jazmín o violeta y con tinta negra, en la que se despedía para siempre confesándome su lucha y esperando no haberme hecho daño. Se le cayó al Suboficial G. de la caja de las cosas secuestradas, justo cuando pasaba para el incinerador del Cuartel, y yo lo llamé, y él me dijo:
-No lo escucho, mi Subalférez.Y arrojó su carga al fuego, que no tuvo olor de jazmines o violetas.
-Te quiero.
-Tú sabés que recién nos conocimos...
-No importa. Te quiero.
Entramos al bar olor de café, me tomo una ginebra y ella, otra. Desde Marcelo T. de Alvear hasta Santa Fe hay un corto trecho que en invierno parece largo pero hermoso, cerca de Odontología. Te quiero le estoy diciendo a una mujer casi desconocida, que aún no tiene nombre, y no sé si lo tuvo alguna vez. Una mujer a punto de ser bautizada en esta noche fría y húmeda. No me cree, le creo; no me cuenta, le cuento. Afuera, hay gente bajo la llovizna. Me voy en un barquito al centro de la mesa mientras no le miento que la quiero y de sus ojos se corre de pronto un color opaco mientras me acaricia la mano con un barquito naufragado en el océano del mantel de bar. Y nos vamos abrazados.
-Ya estás cumplido, por favor...
Me parece divertido escucharla mientras la busco entre las sábanas calientes y me arrojo una vez más al infinito vacío que me desafía desde su vientre. Sandro canta sin importarle un comino las desnudeces y las sombras.
Ese mes fue ritual. Un Ramadán de invierno sin ayuno. Nos hartamos sin saciarnos el uno del otro.
Murió, la Uruguaya, en un allanamiento del inquilinato de Avenida de Mayo a manos de la Gendarmería cuando llegaba la primavera del 73. Le había dado yo diez mil pesos para que cruce en el aliscafo, un par de años antes, a ver a su familia. Nunca entenderé porqué me dijo mi pueblo te lo agradecerá mientras se hundía en el subte con su boinita roja y triste y el tapado gris, para que no la vea nunca más, nunca más viva.
-mbrrr?
-Diga, Alférez...
-Estos son los tupamaros muertos en Avenida de Mayo, mi Comandante.
-¿La uruguayita de la farmacia?, señalando un cuerpo.
-Sí. Treinta y dos años, jefa de la célula.
-¿y?
-Mi Comandante, le encontraron el número de teléfono del Subalférez M., de Campo de Mayo. Al menos ese nombre tiene al lado del número del Casino de Oficiales del Escuadrón 1.
Nunca me dijeron nada. Ni me entregaron la cartita que Ella me había escrito. Una cartita de amor remanida de jazmín o violeta y con tinta negra, en la que se despedía para siempre confesándome su lucha y esperando no haberme hecho daño. Se le cayó al Suboficial G. de la caja de las cosas secuestradas, justo cuando pasaba para el incinerador del Cuartel, y yo lo llamé, y él me dijo:
-No lo escucho, mi Subalférez.Y arrojó su carga al fuego, que no tuvo olor de jazmines o violetas.
MAGNOLIA QUERIDA
Martín Risso Patrón
Mi madre despertó cuando se le abría el techo y miró confundidos ángeles que pasaban en bandada cantando o lamentando: Evaaa... Evaaa. Evaaa... A los seis años la llovizna de invierno llama a uno para que corra por el parque oscuro de las ocho de la noche: y en el cincuenta y dos quedará una cascarilla con leche caliente grabada para siempre.
Dijo ella se ha muerto.
-¿Quién?
-La Eva. Se ha muerto; he visto los ángeles cantando perplejos.
No recuerdo el día de la semana, pero era oscuro y frío, y recién el domingo siguiente fuimos al cine para ver el noticiero Sucesos Argentinos, y vimos las coronas en blanco y negro, de flores enormes y la gente desolada bajo la lluvia. Entonces supe que había muerto la que oscuramente amaba en las fotos de los diarios, la de la voz de niña de broadcasting la del coro de negritos la Capitana. La amé por su voz; recuerdo que por Radio del Estado transmitían en cadena, y parecía que, desde Buenos Aires a Salta su voz se hacía de un metal cálido y se perdía a veces, y la radio zumbaba en las válvulas con su lucecita como un ojo. Nunca supe, hasta ahora, qué decía ella con su voz. Pero no me importaba. Qué podrá importar a un chico de seis ajeno a sus adultos, para quienes la voz amada era la Eva. Y envidié al Ángel Quipildor, que vivía en el conventillo de la Caseros y Lavalle, que un día se quedó sin jugar a la pelota en el parque porque no quería ensuciar las zapatillas Pampero que le habían regalado.Le pregunté: ¿Quién?
-Evita. Mi mamá fue a la Fundación y trajo ropa y una máquina de coser nuevita.
Quise ir a la Fundación y casi me ligo una paliza; pero en conclusión no tuve zapatillas nuevas ni mi mamá una máquina moderna.Un poco comprendí, un poco nomás, para mi edad... que era como si estuviéramos divididos. No sabía muy bien, pero notaba que mi padre pertenecía a una mitad odiada por la otra mitad a la que él odiaba, de la sociedad, del mundo. Mi madre también. Recuerdo enfermeras morenas, de punta en blanco desfilando con una bandera argentina, y una multitud de gente con banderas mitad y mitad: blanca y azul y el rostro de una mujer rubia de trenzas recogidas y una sonrisa que me estremecía. Y me quedó la eterna imagen de las multitudes. Siempre se me aparecían las dos mitades y yo estaba al medio. Mi tía peronista, almidonada y maestra de campo se venía con el escudo del Partido en el pecho y mi papá se encerraba y mi mamá decía la Eva y mi tía, Evita. En qué pequeñas cosas como un nombre tan breve, tan chiquito, se me aparecían las dos mitades del mundo.
Mi madre nunca pudo evitar acordarse de cuando se le abrió el techo y una bandada de ángeles pasaba diciendo Evaaa... Evaaa... Evaaa..., mientras yo busco en una broadcasting su voz, magnolia que mojó la luna, no habrá ninguna igual, no habrá ninguna...
Mi madre despertó cuando se le abría el techo y miró confundidos ángeles que pasaban en bandada cantando o lamentando: Evaaa... Evaaa. Evaaa... A los seis años la llovizna de invierno llama a uno para que corra por el parque oscuro de las ocho de la noche: y en el cincuenta y dos quedará una cascarilla con leche caliente grabada para siempre.
Dijo ella se ha muerto.
-¿Quién?
-La Eva. Se ha muerto; he visto los ángeles cantando perplejos.
No recuerdo el día de la semana, pero era oscuro y frío, y recién el domingo siguiente fuimos al cine para ver el noticiero Sucesos Argentinos, y vimos las coronas en blanco y negro, de flores enormes y la gente desolada bajo la lluvia. Entonces supe que había muerto la que oscuramente amaba en las fotos de los diarios, la de la voz de niña de broadcasting la del coro de negritos la Capitana. La amé por su voz; recuerdo que por Radio del Estado transmitían en cadena, y parecía que, desde Buenos Aires a Salta su voz se hacía de un metal cálido y se perdía a veces, y la radio zumbaba en las válvulas con su lucecita como un ojo. Nunca supe, hasta ahora, qué decía ella con su voz. Pero no me importaba. Qué podrá importar a un chico de seis ajeno a sus adultos, para quienes la voz amada era la Eva. Y envidié al Ángel Quipildor, que vivía en el conventillo de la Caseros y Lavalle, que un día se quedó sin jugar a la pelota en el parque porque no quería ensuciar las zapatillas Pampero que le habían regalado.Le pregunté: ¿Quién?
-Evita. Mi mamá fue a la Fundación y trajo ropa y una máquina de coser nuevita.
Quise ir a la Fundación y casi me ligo una paliza; pero en conclusión no tuve zapatillas nuevas ni mi mamá una máquina moderna.Un poco comprendí, un poco nomás, para mi edad... que era como si estuviéramos divididos. No sabía muy bien, pero notaba que mi padre pertenecía a una mitad odiada por la otra mitad a la que él odiaba, de la sociedad, del mundo. Mi madre también. Recuerdo enfermeras morenas, de punta en blanco desfilando con una bandera argentina, y una multitud de gente con banderas mitad y mitad: blanca y azul y el rostro de una mujer rubia de trenzas recogidas y una sonrisa que me estremecía. Y me quedó la eterna imagen de las multitudes. Siempre se me aparecían las dos mitades y yo estaba al medio. Mi tía peronista, almidonada y maestra de campo se venía con el escudo del Partido en el pecho y mi papá se encerraba y mi mamá decía la Eva y mi tía, Evita. En qué pequeñas cosas como un nombre tan breve, tan chiquito, se me aparecían las dos mitades del mundo.
Mi madre nunca pudo evitar acordarse de cuando se le abrió el techo y una bandada de ángeles pasaba diciendo Evaaa... Evaaa... Evaaa..., mientras yo busco en una broadcasting su voz, magnolia que mojó la luna, no habrá ninguna igual, no habrá ninguna...
EL LENTO SUICIDIO DEL QUE AMA A LA VIDA PERO NO TANTO
Martín Risso Patrón
A César Edgardo Domínguez, (As de Trébol o qué se yo). +Junio de 2.006
Cuando uno se entera de la muerte de un amigo, se entera de la Muerte. Entra en hondas, hondísimas cavilaciones y graves, insondables reflexiones. Todo el día ese nuevo para uno transcurre en medio de un humo protector. Hoy murió el Negro Domínguez, sibarítico amante de la vida bien servida y generoso gastador de vaya a saber qué átomos de esos que en la noche interminable nos damos cuenta que llevamos en una faltriquera cerca del corazón, pero de día desaparecen tras la cortina que se cierra en los amaneceres húmedos; porqué serán siempre húmedos los amaneceres. En cuál soledad se habrá producido el drama del combate esta mañana de este As de las cartas negras, que, junto a Mario, a Mauricio y Carlos fueron el póquer que siempre tuve en la manga. Sabedor de todos los sistemas, los posibles y los ciertos, y también los imaginables como los que no, tuteaba a Tomás con la naturalidad del agua que corre frente a uno. Tuteaba a Tomás, a Sartre, a Touraine y era un cristólogo de nota. Que se sepa, tenía muchos libros escritos; no se sabe cuántos, porque nunca los sacó del cerebro, pero se sospechó siempre de su existencia cada vez que se le caían de los anaqueles en alguna mesa, no importa cuál, mientras preparábamos el espíritu para el vino convocante de las buenas y de las malas cosas. El impecable brillo de la gomina en un cabello prolijamente cortado le daba un aire de muchacho de esos de derecha, pero a la vez de un demonio de aquellos que revuelven el estómago de los curas. Se dice que para el final preparó un veneno de esos que llevan veinte años de secretos rituales, poniéndole una gota, una sola gota por vez mientras reía con Tomás de Aquino, Sartre, Touraine y un tal Jauretche, haciéndonos una trampa mordaz a quienes lo amamos cada vez que abría la boca para contarnos verdades de esas que sólo aparecen con un destello y si no las agarrás, te dejan dos veces ignorante. Operador de todo lo imaginable, El Negro Domínguez operó para sí mismo de una manera magistral, y haciendo una trampa descomunal se ocultó en la Manga Eterna del póquer ese que perdemos todos, mientras desoladamente compruebo que me falta una carta en el mío: Ese As de Trébol que por casualidad, también es Negro.
A César Edgardo Domínguez, (As de Trébol o qué se yo). +Junio de 2.006
Cuando uno se entera de la muerte de un amigo, se entera de la Muerte. Entra en hondas, hondísimas cavilaciones y graves, insondables reflexiones. Todo el día ese nuevo para uno transcurre en medio de un humo protector. Hoy murió el Negro Domínguez, sibarítico amante de la vida bien servida y generoso gastador de vaya a saber qué átomos de esos que en la noche interminable nos damos cuenta que llevamos en una faltriquera cerca del corazón, pero de día desaparecen tras la cortina que se cierra en los amaneceres húmedos; porqué serán siempre húmedos los amaneceres. En cuál soledad se habrá producido el drama del combate esta mañana de este As de las cartas negras, que, junto a Mario, a Mauricio y Carlos fueron el póquer que siempre tuve en la manga. Sabedor de todos los sistemas, los posibles y los ciertos, y también los imaginables como los que no, tuteaba a Tomás con la naturalidad del agua que corre frente a uno. Tuteaba a Tomás, a Sartre, a Touraine y era un cristólogo de nota. Que se sepa, tenía muchos libros escritos; no se sabe cuántos, porque nunca los sacó del cerebro, pero se sospechó siempre de su existencia cada vez que se le caían de los anaqueles en alguna mesa, no importa cuál, mientras preparábamos el espíritu para el vino convocante de las buenas y de las malas cosas. El impecable brillo de la gomina en un cabello prolijamente cortado le daba un aire de muchacho de esos de derecha, pero a la vez de un demonio de aquellos que revuelven el estómago de los curas. Se dice que para el final preparó un veneno de esos que llevan veinte años de secretos rituales, poniéndole una gota, una sola gota por vez mientras reía con Tomás de Aquino, Sartre, Touraine y un tal Jauretche, haciéndonos una trampa mordaz a quienes lo amamos cada vez que abría la boca para contarnos verdades de esas que sólo aparecen con un destello y si no las agarrás, te dejan dos veces ignorante. Operador de todo lo imaginable, El Negro Domínguez operó para sí mismo de una manera magistral, y haciendo una trampa descomunal se ocultó en la Manga Eterna del póquer ese que perdemos todos, mientras desoladamente compruebo que me falta una carta en el mío: Ese As de Trébol que por casualidad, también es Negro.
GEORGE WILLIAMSON TIENE LA PALABRA
Martín Risso Patrón
Con gran afecto para Jorge Villazón.
Tiene ojos de inglés, y además no es canalla, porque tiene la lepra adquirida en un tablón rojo de una negrada que dice ñuls, como un galimatías de slang. Un inglés desflemado no obstante castizo que alimenta perros que tienen la cara de W. Churchill; británico algo genético del que no se sabe muy bien porqué ni cómo conquistó la Palabra. Todos lo intuyen. Habla aún con su risa de conquistador de las costas de Bengala o de Hong Kong; con sus lentes de espejuelo que detienen en algo los espolones de acero que miran desde su cara barbada, hoy en gris sin que en ello haya un homenaje a las brumas de Albión.
Williamson tiene la Palabra en su manos señaladoras, (y aquí se redunda), en su carcajada que termina aguda como las sirenas de los faros pétreos de los acantilados de Dover. Si fuera irlandés, seguro se llamaría Patrick y sería católico, lo que hoy no se duda; además de ser tremendo bebedor de cerveza, pero con un garfio de ballenero emigrado a Noruega, para azuzar a los curas y obispos, con razones, por cierto, lo que más conduce a concebirlo como escocés alegre, fiero, peleador e irreductible, sin religión conocida. Hay un margen para imaginar a G. Williamson inglés de las tierras bajas y brumosas, no ciertamente cuáquero, pero tampoco anglicano, maestro de emperadores orientales, punta aguda de la lanza británica que penetra suave en las carnes de las colonias. Pero es un margen pequeño, por su pelo oscuro y como queda dicho arriba, su no-flema. Habla de la mañana a la noche y no perdona a nadie del latiguillo de su irónica manera de decir te aprecio. Porque Williamson en el adentro de sí tiene un niño. Un niño que tiene la Palabra.
Williamson nació, según se cree, adentro de un país de agua, sábalos y trigo, de leche y canalladas, que dice ñuls, ñuls, ñuls en el rito ese del que se desconoce su origen. También se sospecha que adquirió la Palabra allí, pero los que se oponen argumentan con seguridad medieval, que la obtuvo en la aromática villa donde vive desde hace siglos alimentando perros con cara de Churchill. Lo que sí todos están seguros, es que, antes de Williamson, todo era un país de hielo.
Con gran afecto para Jorge Villazón.
Tiene ojos de inglés, y además no es canalla, porque tiene la lepra adquirida en un tablón rojo de una negrada que dice ñuls, como un galimatías de slang. Un inglés desflemado no obstante castizo que alimenta perros que tienen la cara de W. Churchill; británico algo genético del que no se sabe muy bien porqué ni cómo conquistó la Palabra. Todos lo intuyen. Habla aún con su risa de conquistador de las costas de Bengala o de Hong Kong; con sus lentes de espejuelo que detienen en algo los espolones de acero que miran desde su cara barbada, hoy en gris sin que en ello haya un homenaje a las brumas de Albión.
Williamson tiene la Palabra en su manos señaladoras, (y aquí se redunda), en su carcajada que termina aguda como las sirenas de los faros pétreos de los acantilados de Dover. Si fuera irlandés, seguro se llamaría Patrick y sería católico, lo que hoy no se duda; además de ser tremendo bebedor de cerveza, pero con un garfio de ballenero emigrado a Noruega, para azuzar a los curas y obispos, con razones, por cierto, lo que más conduce a concebirlo como escocés alegre, fiero, peleador e irreductible, sin religión conocida. Hay un margen para imaginar a G. Williamson inglés de las tierras bajas y brumosas, no ciertamente cuáquero, pero tampoco anglicano, maestro de emperadores orientales, punta aguda de la lanza británica que penetra suave en las carnes de las colonias. Pero es un margen pequeño, por su pelo oscuro y como queda dicho arriba, su no-flema. Habla de la mañana a la noche y no perdona a nadie del latiguillo de su irónica manera de decir te aprecio. Porque Williamson en el adentro de sí tiene un niño. Un niño que tiene la Palabra.
Williamson nació, según se cree, adentro de un país de agua, sábalos y trigo, de leche y canalladas, que dice ñuls, ñuls, ñuls en el rito ese del que se desconoce su origen. También se sospecha que adquirió la Palabra allí, pero los que se oponen argumentan con seguridad medieval, que la obtuvo en la aromática villa donde vive desde hace siglos alimentando perros con cara de Churchill. Lo que sí todos están seguros, es que, antes de Williamson, todo era un país de hielo.
POEMAS EN EL PATIO
Martín Risso Patrón
Para Iris del Valle
Salta, 30 de Octubre de 1999.
poema 1
el amor es cuando
tienes la posibilidad
de convertir a tu mujer en un beso
el día que llueve.
estás fuera del beso
y de ella;
el beso que tu mujer
es y
ella que es el beso que inventaste
son
tu horizonte
hoy
que llueve.
poema 2
algo pasó
fugaz
entre tu pelo negro
y mi voz.
no te fuiste.
estamos juntos, o lo que se quiera
impregnados: el uno del otro impregnados.
somos aquello que alguien siempre quiso.
somos lo que tiene que ser.
poema 3
descubriste en mis ojos
la verdadera
esa casi desconocida
o triste
tal vez libre
o siniestra claridad.
dijiste:
hoy que llueve
tus ojos
están claros... y desde entonces
tu voz
es clara.
Para Iris del Valle
Salta, 30 de Octubre de 1999.
poema 1
el amor es cuando
tienes la posibilidad
de convertir a tu mujer en un beso
el día que llueve.
estás fuera del beso
y de ella;
el beso que tu mujer
es y
ella que es el beso que inventaste
son
tu horizonte
hoy
que llueve.
poema 2
algo pasó
fugaz
entre tu pelo negro
y mi voz.
no te fuiste.
estamos juntos, o lo que se quiera
impregnados: el uno del otro impregnados.
somos aquello que alguien siempre quiso.
somos lo que tiene que ser.
poema 3
descubriste en mis ojos
la verdadera
esa casi desconocida
o triste
tal vez libre
o siniestra claridad.
dijiste:
hoy que llueve
tus ojos
están claros... y desde entonces
tu voz
es clara.
CELEBRACIÓN O ELOGIO DE LA ADRENALINA
Martín Risso Patrón
"Los que lleguen al final, beberán el Icor de los Dioses en la copa de oro, acompañados de vírgenes y donceles, ¡salud y vida eterna a ellos, nuevos o viejos Campeones de la Fuerza!"Los ingleses dicen match, cuando se refieren a un partido de cualquier cosa, siempre que sea en equipo. Así lo dijeron mucho tiempo nuestros periodistas por las broadcastings, me parece oírlos, con una voz casi aflautada no sé muy bien si por su estilo, o por una deformación del éter que me los traía, a mí, un muchacho de medias arrugadas, balero en el bolsillo, antes de salir al zapatero para que me cosa la tajada de la pelota de cuero, siempre bien encebada gracias a Dios, número cinco. No resulta difícil volar con la imaginación para encontrar el origen de ese término inglés en la Grecia Panathinaika o talvez espartana: maquia; para que nos entendamos machía o maquía, en definitiva, combate o lucha. No existía el fóbal. Los ingleses lo llevaron al perfecto estado de presencia vital para una sociedad moderna que se jacte de tal, poniendo simplemente delante de foot, ball, manera práctica de significar “la pelota, al pie”, una vez que se cansaron de enseñar el críquet, el tennis, el croquet, el squash y otros a la gente en las colonias de la lejanía oriental. A nosotros nos agarró por el fóbal -¡Alumni viejo y peludo!-. Se expandió el fóbal por el mundo, en realidad, pero se sabe que sólo a algunos les llegó el entendimiento de que no solamente es músculo y razón matemática. La adrenalina, viejo... la adrenalina es el motor que mueve al mundo en la cancha (término para el que los ingleses no inventaron nada); ellos dicen field, campo simplemente, y nosotros enseñamos al mundo cancha desde la más honda raíz incaica. Porque la adrenalina nueve las fichas en la cancha, en el tablón y en la casa. ¡Atento Fioravanti!, decía alguien, y uno cerraba los ojos esperando la noticia de un gol que podía ser la gloria o desastre para muchos o para pocos, siempre y cuando la estática no metiera ruido en la transmisión. Y José María Muñoz con su voz de gordo calculaba los centímetros del tiro libre, la velocidad del viento y los grados del ángulo de caída del balón para anticipar el goooooooool para bien o para mal, después de la tanda del Gráfico o Gillete o la gomina con tragacanto de Persia, o el aceite Olavina... en la voz aflautada del locutor comercial. Del potrero al club, del club al campeonato, del campeonato al mundial. Esa fue la historia de la adrenalina que por supuesto despertaba por obra de esas ondas de las que se sospecha viajan y viajan por el éter y emergen de la radio en el estante del almacén donde algunos lo escuchan a Fioravanti, me parece verlos, mientras compro figuritas con los escudos de los clubes y las fotos de Labruna, Pescia, Musimessi y tantos otros... y le robo un pedazo de queso a la picada del albañil que se toma un blanco la mirada perdida quién sabe en qué cancha. ¡Qué gloria hubiera sido la yunta Maradona-Labruna allá adelante. Hay quien afirma hoy que en esto del fóbal la Historia no se repite, sino simplemente pasa como un río, que es algo continuo, con lo cual no se hace posible distinguir entre Carrizo (Amadeo, por sup) y El Pato, por ejemplo, porque son lo mismo. La única diferencia es que la Historia tiene su trampa. Sólo tiene su cauce en nuestro corazón, porque, por lo visto en los campeonatos mundiales, la adrenalina pega el faltazo (en la cancha), con lo que se puede concluir que de fóbal, nadie sabe nada, si no es argentino, nacido en los cuarenta, de medias arrugadas, balero en el bolsillo y pelota de cuero con tajadas descosidas, número cinco y figuritas Starosta a piladas, con la cara de los Campeones que hoy sí, hoy, estarán bebiendo Icor con los dioses, acompañados de vírgenes y donceles en algún Olimpo verde con un rayo de sol diagonal como tiene que ser, en ese siempre-domingo-a-la-tarde que nos gustaba tanto con Muñoz y Fioravanti, esperando que vuelva la adrenalina a la cancha, a la que le sacaron la tarjeta roja de vergüenza los que no saben nada de fóbal.
"Los que lleguen al final, beberán el Icor de los Dioses en la copa de oro, acompañados de vírgenes y donceles, ¡salud y vida eterna a ellos, nuevos o viejos Campeones de la Fuerza!"Los ingleses dicen match, cuando se refieren a un partido de cualquier cosa, siempre que sea en equipo. Así lo dijeron mucho tiempo nuestros periodistas por las broadcastings, me parece oírlos, con una voz casi aflautada no sé muy bien si por su estilo, o por una deformación del éter que me los traía, a mí, un muchacho de medias arrugadas, balero en el bolsillo, antes de salir al zapatero para que me cosa la tajada de la pelota de cuero, siempre bien encebada gracias a Dios, número cinco. No resulta difícil volar con la imaginación para encontrar el origen de ese término inglés en la Grecia Panathinaika o talvez espartana: maquia; para que nos entendamos machía o maquía, en definitiva, combate o lucha. No existía el fóbal. Los ingleses lo llevaron al perfecto estado de presencia vital para una sociedad moderna que se jacte de tal, poniendo simplemente delante de foot, ball, manera práctica de significar “la pelota, al pie”, una vez que se cansaron de enseñar el críquet, el tennis, el croquet, el squash y otros a la gente en las colonias de la lejanía oriental. A nosotros nos agarró por el fóbal -¡Alumni viejo y peludo!-. Se expandió el fóbal por el mundo, en realidad, pero se sabe que sólo a algunos les llegó el entendimiento de que no solamente es músculo y razón matemática. La adrenalina, viejo... la adrenalina es el motor que mueve al mundo en la cancha (término para el que los ingleses no inventaron nada); ellos dicen field, campo simplemente, y nosotros enseñamos al mundo cancha desde la más honda raíz incaica. Porque la adrenalina nueve las fichas en la cancha, en el tablón y en la casa. ¡Atento Fioravanti!, decía alguien, y uno cerraba los ojos esperando la noticia de un gol que podía ser la gloria o desastre para muchos o para pocos, siempre y cuando la estática no metiera ruido en la transmisión. Y José María Muñoz con su voz de gordo calculaba los centímetros del tiro libre, la velocidad del viento y los grados del ángulo de caída del balón para anticipar el goooooooool para bien o para mal, después de la tanda del Gráfico o Gillete o la gomina con tragacanto de Persia, o el aceite Olavina... en la voz aflautada del locutor comercial. Del potrero al club, del club al campeonato, del campeonato al mundial. Esa fue la historia de la adrenalina que por supuesto despertaba por obra de esas ondas de las que se sospecha viajan y viajan por el éter y emergen de la radio en el estante del almacén donde algunos lo escuchan a Fioravanti, me parece verlos, mientras compro figuritas con los escudos de los clubes y las fotos de Labruna, Pescia, Musimessi y tantos otros... y le robo un pedazo de queso a la picada del albañil que se toma un blanco la mirada perdida quién sabe en qué cancha. ¡Qué gloria hubiera sido la yunta Maradona-Labruna allá adelante. Hay quien afirma hoy que en esto del fóbal la Historia no se repite, sino simplemente pasa como un río, que es algo continuo, con lo cual no se hace posible distinguir entre Carrizo (Amadeo, por sup) y El Pato, por ejemplo, porque son lo mismo. La única diferencia es que la Historia tiene su trampa. Sólo tiene su cauce en nuestro corazón, porque, por lo visto en los campeonatos mundiales, la adrenalina pega el faltazo (en la cancha), con lo que se puede concluir que de fóbal, nadie sabe nada, si no es argentino, nacido en los cuarenta, de medias arrugadas, balero en el bolsillo y pelota de cuero con tajadas descosidas, número cinco y figuritas Starosta a piladas, con la cara de los Campeones que hoy sí, hoy, estarán bebiendo Icor con los dioses, acompañados de vírgenes y donceles en algún Olimpo verde con un rayo de sol diagonal como tiene que ser, en ese siempre-domingo-a-la-tarde que nos gustaba tanto con Muñoz y Fioravanti, esperando que vuelva la adrenalina a la cancha, a la que le sacaron la tarjeta roja de vergüenza los que no saben nada de fóbal.
SOY MI PROPO BRUJO
Martín Risso Patrón
Intentar ser feliz es como guardar el fuego. Imagino a los hombres primitivos encendiendo, por casualidad, una llama que les da calor, luz y alimentos (lo que les trae felicidad), pero no saben cómo lograrla de nuevo. Entonces guardan un poco de ese fuego, y lo conservan al final de cada día. Designan a un encargado para conservarlo en la noche. Al día siguiente lo avivan soplando suavemente, y le ordenan al encargado, alimentar la llama con desechos que encuentran. Si ese cuidador falla, lo matan. Si tiene éxito, será el brujo o sacerdote que los comunicará con el más allá.
Eso me pasa todos los días, cuando guardo una llamita de la poca o mucha felicidad que tuve en el día, para mañana, a pesar de las tempestades que pudieran haber en mi alma; entonces me convierto en mi propio brujo. Cada día que amanece, tomo despojos de esas tormentas de ayer, alimento mi llamita de felicidad, y sólo me queda soplar un poco, un poquito nomás, para continuar. Y así continúo.
Definitivamente: No puedo dejar de ser feliz...
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)
